La belleza de lo sencillo

La historia de Linares

Diez siglos de historia fueron y no más, diez, que el siglo XX borró de un plumazo antes de encarar su segunda mitad. Linares del Arroyo disfrutaba entonces de un dorado anonimato cuando, de pronto, tres acontecimientos lo sacaron de su letargo y popularizaron su imagen en la prensa nacional, tres, y los tres de tristes consecuencias: un ferrocarril, un embalse y la guerra civil.

El primero fue un proyecto de Miguel Primo de Rivera, en el primer cuarto del siglo XX, una línea férrea que uniría Madrid y Burgos de forma más directa. 

Parecía que podían llegar buenos tiempos para Linares, trabajo para sus gentes, revitalización de la comarca y una comunicación más fácil con el resto del país. El progreso llegaba sin paliativos a las tierras olvidadas del nordeste de Segovia; La orografía de la zona ni siquiera se planteó como un obstáculo infranqueable, pero sí obligó a construir varios túneles y un enorme viaducto, de casi doscientos cincuenta metros de longitud y sesenta de altura, que pronto se comenzó a elevar cerca de la población y que sigue esperando tiempos mejores.

Sin embargo desde el principio, no sólo malos presagios, sino algo más, acompañaron a la vía férrea. El año 1930 demostró ser un año trágico; el hundimiento de parte de uno de los túneles provocó un muerto y un herido en febrero y tan sólo un mes más tarde, las lluvias devastaron parte del otro. Dos años después, un corrimiento de tierras fue la causa de un nuevo volver a empezar.

La obra, no obstante, siguió su curso y, además, otro nuevo proyecto con Linares como objetivo se sumó al primero. Nada viene solo. El gobierno del país, que había ignorado a Linares durante siglos, lo eligió ahora para construir un gran pantano que recogiera las aguas del Riaza y sus afluentes, el Aguisejo y el Riaguas. Era, según los expertos, el lugar idóneo para poder regular el caudal del Riaza construyendo una presa justo al final del cañón que desde Montejo a Linares acompaña al río entre elevados paredones rocosos. En 1931 los vecinos fueron oficialmente notificados, lo que suponía que tendrían que abandonar su pueblo, que iba a desaparecer en honor del progreso y en 1935, una comisión de vecinos se entrevistó con el entonces Ministro de OOPP para agilizar los trámites de incautación de una finca cercana a Aranda, que el propietario había cedido para la reubicación del pueblo.


Entonces estalló la guerra y la guerra puso de nuevo trágicamente a Linares en el mapa del tiempo, esta vez por la terrible lacra de la represión. Las obras del ferrocarril habían traído trabajo a la zona y, con él, habían llegado nuevos habitantes, afiliados en casos a organizaciones sindicales, como la UGT o la CGT. El golpe de estado prohibió toda su actividad y con ello, empezó el miedo. Algunos trabajadores prefirieron abandonar y marcharon; otros no. La guerra no había hecho más que empezar; era agosto de 1936.[3] Los sindicatos habían llamado a la huelga general y Linares, sin saberlo, se enfrentaba a la etapa más triste de sus diez siglos de historia. Fue un 14 de agosto cuando los falangistas llegaron al pueblo. Manuel, uno de los obreros, consciente de que lo venían a buscar, intentó escapar demasiado tarde y fue abatido casi a las puertas de la iglesia de San Juan Bautista; su hermano tuvo mejor suerte y, aunque herido, consiguió huir. Manuel tenía veinte años, pero el odio no entiende de edad, de razones, o de dignidad. Otros siete vecinos, seis hombres y una mujer, fueron llevados el mismo día a un caserío cercano, Maluque, donde fueron fusilados y donde posiblemente sigan sus restos en una fosa común: un labrador, el panadero, el herrero, un camionero, dos obreros y un ama de casa; ocho seres humanos de un pequeño pueblo, represaliados por sus ideas, su afiliación, o simplemente por estar allí en el momento equivocado.

En un lugar tan pequeño como Linares, la inmensidad del exterminio de ocho de sus vecinos nos sigue conmoviendo por lo terrible, lo absurdo y lo desproporcionado. Linares se situaría en una trágica quinta posición en la provincia de Segovia en número de represaliados nunca juzgados, sólo detrás de entidades mucho más pobladas, como la propia capital, Cuéllar, El Espinar, Riaza o Valsaín.[5] En números relativos, sobran las palabras, e incluso los porcentajes pues, además de la represión, se condenó al olvido a muchos de los seres humanos que la guerra aniquiló.

Pero la vida siguió, y después de la guerra, los proyectos que habían comenzado en tiempos de la República fueron retomados por el gobierno del dictador. Volvió también el trabajo a la línea férrea, donde hay quien defiende que numerosos prisioneros políticos pudieron haber colaborado, como mano de obra barata, formando parte de uno de los campos de trabajo de la postguerra española. No fue fácil acabar con la guerra; nunca será fácil borrar su recuerdo.

El embalse también siguió su curso; en 1945, el Instituto Nacional de Colonización buscó asentamiento a la población de Linares en tierras de Burgos, en un coto de dos mil quinientas hectáreas, en fincas agrícolas de La Vid y Granja de Guma, no muy lejos de Aranda de Duero y a corta distancia del pueblo condenado.

Comenzaron entonces los expedientes de expropiación, a la vez que setenta edificios empezaron a ser construidos en la nueva ubicación. Todo concluyó en 1951, cuando los casi cuatrocientos habitantes de Linares abandonaron definitivamente el pueblo. Dos décadas de ansiedad acabaron entonces, con una presa ya concluida que comenzaba a embalsar agua. Linares comenzó su viaje al fondo del nuevo embalse y su término municipal se repartió entre Maderuelo y Montejo de la Vega de la Serrezuela, dos comunidades de villa y tierra distintas, separadas por la presa.

Linares...de la Vid
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