Un encuentro

El verano se acercaba cuando encontramos a J. un fin de semana, en una de las pocas calles de Alquité.

Estábamos recorriendo la zona y queríamos ver de primera mano lo que sabíamos que su iglesia escondía. J, uno de los tres habitantes de esta localidad, nunca ha dejado Alquité y ha pasado su vida caminando diariamente los ocho kilómetros que la separan de la vecina Riaza donde, hasta no hace mucho, trabajaba como albañil. Ahora, jubilado, se ha convertido en un perfecto guía turístico de su localidad. Le pedimos visitar el templo y aceptó gustoso.

En las afueras del pueblo, arriba, en lo más alto de la loma, la iglesia de San Pedro preside el caserío. El templo, un modesto edificio de origen románico, reformado en el XVIII y restaurado en el XX, al estilo de otros muchos de la sierra de Ayllón, podría pasar totalmente inadvertido si fuera por su austero y somple exterior.

Mientras hablábamos con J. observamos el edificio. Su planta rectangular y su pequeña espadaña no aportan al templo ningún encanto especial, si no el atractivo de lo humilde, quizás de lo prescindible; su cabecera, cuadrada, está lejos del encanto de los numerosos templos con los que el románico rural adorna la geografía segoviana, pero el variado colorido de las lajas de su fábrica alegran la colina a la luz del sol. Es, sin duda, un producto sostenible de su entorno.

Sin embargo, al entrar ¡la sorpresa! A nuestra izquierda, una tosca pero original portada románica en piedra caliza, con tres arquivoltas y soportada por dos capiteles, parecía recordarnos que una vez Alquité tuvo su momento de gloria. Basada en un imposible bestiario fantástico inmerso en un entramado vegetal, humanos y monstruos libran allí una peculiar batalla. Encantadoramente ingenuo, naturalmente rústico, inaudito en su asimetría, espontaneo en su planteamiento, el arco de entrada al templo hace de San Pedro un ejemplar simplemente diferente al resto de los templos de la zona.